Habíamos alcanzado
la altitud de 30, 000 pies y la velocidad de crucero. Yo miraba por
la ventanilla las formaciones nubosas que abajo de nosotros parecían
desatar un chubasco. Pasamos un bache de aire y luego un tope. Y
entonces, la alarma:
-Atención, señores
y señoras pasajeros, por favor, guarden la calma -rogó la
aeromoza-, ¿se encuentra entre ustedes un escritor?
Mi reacción fue
inmediata y serena. Alcé la mano, mientras me incorporaba.
-Yo soy escritor
-dije a la azafata, que ya colgaba el auricular del sistema de sonido
y avanzaba por el pasillo directo a mí-. ¿Qué acontece?
La mujer me miró
como sorprendida por esa oportuna artificialidad del lenguaje.
Noté que, en las
filas de atrás, al menos cuatro pasajeros también habían levantado
el brazo; entre el resto, cundió una inquietud que los hizo
removerse en sus asientos, como intuyendo una posibilidad que les
atañía, algo que ellos también podían hacer, pero que por un
designio fuera del alcance de su ser-ahí, no lo habían
intentado nunca. Algunos, con la revista de a bordo doblada en tubo,
se revelaban, aparte de meros turistas rumbo a Nundá, probables
lectores, tal vez hasta críticos, pero no lo que el momento pedía.
-¿Es usted
escritor? -y me miró de arriba abajo, como no creyendo en mi facha.
-Sí -respondí en
breve.
Podía haber hecho
ahí mismo la defensa del oficio, ensalzar (con todas las palabras
que encubren un punto de vista) lo alto de nuestra profesión y mis
ridículas intenciones de alcanzar cierta inmortalidad. Lo alto del
deber ser cívico del escritor: hacer historias que sacudan chido. Y
contraponer todo ello con mis pretensiones egoístas, mis pobres
pretensiones humanas: comer por haber escrito quizá arte. Pero al
parecer el caso ameritaba seriedad y urgencia y arte por el arte, por
lo que actué haciendo un montón de elipsis y no me detuve a
apreciar el cabello echado hacia atrás y la frente despejada de
aquella hermosa azafata, ni aquellas arrugas que apenas se presentían
en los ojazos como platos que se reconcentraban en tomar una
decisión.
-¿Y usted?
-preguntó la azafata a otro que había alzado la mano.
-Tengo un blog que
actualizo todos los días -respondió el hipster-. Nueve mil
caracteres.
Cuando escuché la
respuesta sentí rabia. Ahí, interfiriendo en la única posibilidad
de acción que había tenido en meses, se encontraba un tipo de
escritor verborreico al que yo siempre había envidiado, porque
podía escribir con todas las faltas de ortografía posibles,
cometiendo los dislates más intensos, sin ahondar ni cerrar nada,
acometido por la bendita ignorancia del oficio: con toda la
desfachatez del que simplemente escribe y tiene la certeza de que en
sus letras algo se habrá dicho. Y justo por ello, probablemente
tenía más lectores que los que yo había podido reunir con un par
de cuentos a los que había torcido el cuello del lenguaje a altas
horas de la noche con la soga de mis pretensiones.
La aeromoza trataba
de que su nerviosa indecisión no provocara efectos adversos entre
los demás.
Como yo ya me había
levantado de mi asiento y mi mujer, por fin, después de tantas
ridículas peleas, veía que el hecho de ser escritor podía tener
una aplicación práctica a 30, 000 pies de altura, me tiré a
fondo:
-Este es un asunto
de profesionales.
-Colega, yo también
soy profesional. Hacer 9000 caracteres diarios requiere de
disciplina. Y me paga adsense. Y un par de patrocinadores más. Y
apenas estoy comenzando.
Me volví a mirar
a la aeromoza y, con gesto de altivez, declaré:
-Pues yo escribo
desde la adolescencia... Y mi búsqueda, al paso del tiempo, no ha
ido por la inmediatez, por el tema de moda que genere morbo y se
cobre fácil, pues el valor que genera es inversamente proporcional
al daño que representa. No, yo he pensado seriamente en el oficio,
por lo que mi preocupación más urgente no es el número de
caracteres.
Aproveché el
momento que el hombre se tomó en reflexionar lo que yo había dicho,
y di un primer paso pero una voz a mi espalda me detuvo.
-Yo soy poeta
-intervino una mujer con los ojos delineados en un intenso negro-, y
también escribo desde la prepa...
-¿Y es
profesional?
-De la poesía no
se puede hacer profesión.
-Ajá, ¿y entonces
usted cree que los poetas que ahora son famosos, lo son porque un día
alguien encontró sus poemas en un cajón?
-A Pessoa lo
encontraron.
Pinche Pessoa, no
me acordaba de Pessoa. Pero luego me llegó la iluminación de una
respuesta.
-Lo encontraron
porque estaba en el radar -dije-. Había publicado en vida y ya había
dado muestra de su músculo. Igual Kafka. Se había metido al radar y
Max Brod no dejó que saliera. Toole, incluso, estaba bajo el radar
de propia castrante madre. Pero eran obra ya con sustento. Además,
si usted no se ha atrevido a publicar, no está hecha para estas
emergencias.
-Pero quizá no sea
una emergencia para escritores publicados.
-¿Te sientes
fuerte? -le pregunté, adusto.
-Sí.
-¿De qué te
gusta escribir?
-Ahora estoy
escribiendo de gatos.
-¿Gatos?
-Sí, gatos.
-Órale, qué
interesante -dije, pero no pude evitar que se me torciera un poco la
boca en un sonrisa que, entre detectives, podría ser llamada
sardónica.
Compartí una
mirada con la aeroseñorita para que ella entendiera toda la
ridiculez y cursilería que significaban los gatos y su peluchez, sus
ojitos tiernos, en un momento crucial como aquel, en que se
necesitaba la absoluta fuerza de palabras fraguadas una sólida
filosofía sustentada en la ciencia (al menos así me gustaba pensar
sobre mis ideologías).
-Creo que están
pidiendo un profesional.
Y en el ánimo de
los pasajeros, que habían seguido con interés nuestra conversación,
se reflejaba que me tenían cierta confianza por la seguridad que yo
estaba mostrando. Y eso que ellos no sabían que yo era escritor de
género fantástico y luego me la jalaba mucho en mis ficciones. Y lo
digo con toda la propiedad: me la jalaba mucho para mostrar otra
cosa. Construía ficciones para hablar de lo imposible y arrojar la
imaginación del lector por otro lado, por una salida que lo llevara
a pensar en todas las otras puertas posibles. En fin, que lo mío, lo
mío, lo mío era sacudir las posibilidades de la realidad, donde los
significados de las acciones sustituyeran el fabulismo que veía en
ciertas otras ficciones y la chorrada fácil de usar las palabras
para construir moralidades.
Por supuesto,
estaba equivocado (aunque estuve en lo correcto), además de que mis
pretensiones literarias eran más altas que mis realizaciones
textuales. En mi mente cada vez tomó más fuerza la idea de la
necesidad de una solución literaria al caos de la realidad mexicana
imperante y entonces lanzar el libro como una bofetada social, como
la antorcha que se pasa la cultura cada vez que requiere darle una
patada en los huevos al inconsciente colectivo, por lo que ahora
consideraba que el escrito sí requería de una moralidad, de una
nueva, más amplia, tolerante y combatiente.
-Quizá si
hiciéramos un slam rápido para ver quién va a la cabina y que el
público decidiera -propuso la poeta, comenzando a hacer ruidos
extraños con la boca.
-Por favor -repitió
la aeromoza, con voz notoriamente alarmada-, se requiere URGENTEMENTE
un escritor en la cabina, gracias.
-¿En qué orden
vamos a hacer el slam? -preguntó una anciana a mi lado.
-Oiga, pues si lo
consideran necesario, yo soy un importante columnista político -dijo
un hombre de unos sesenta años-. Y la política es un tema donde uno
se juega la vida. Hasta tengo programa de tele.
-Sí, sí -dije,
dándole por su lado y tratando de minimizar lo más rápido posible
el hecho de que el tipo hubiera mencionado al rival venenoso, del
cual probablemente eran adictos muchos aquellos de probables lectores
del avión o la aeromoza-, pero recuerde que hasta el verso más
dedicado a... gatos... tiene un contenido político. Sutil, pero ya
configura un mensaje.
El hombre se quitó
los lentes y entonces lo reconocí. Era ese imbécil que en las notas
que publicaba en periódicos nacionales parecía arrepentido de todos
los placeres y se ensañaba contra los que levantaban la voz, contra
los que se manifestaban contra las cadenas psicológicas que imponía
el capitalismo para mantener el sistema, cada vez más feroz y
abismal, de desigualdad. Parecía odiar a todos los que, al menos
en parte, habían despertado de la pesadilla de las apariencias
económicas.
-Ah, ¿pero usted
cómo se atreve a llamarse escritor? -dije-. Está bien que seamos
profesionales, pero de ahí a ser un mercenario chayotero hay mucho
trecho.
-Has de ser un
mugroso chairo -me dijo con desprecio.
-Ya salió tu
palabrita.
-¡Chairo!,
¡chairo!, ¡chairo!
No iba a entrar en
su juego, que me hubiera llevado tiempo explicar: aquello era una
emergencia y yo era el único que se había puesto de pie. Así que
decidí dar el esquinazo a su provocación.
-A ver -me dirigí
a los colegas-, explíquenle a este señor cuál es la diferencia
entre literatura y chayoterismo...
Aproveché ese
momento, para escabullirme decidido hacia la puerta de la cabina.
¿Acaso me iba a quedar a ver qué clase de escritor era mejor? Yo me
conocía disposición de servicio inmediato y ciertas potencialidades
narrativas, incluso pretensiones egoístas, sí, pero sanas, las
naturales, como todos en su propio nicho social. Por cualquier cosa,
la cosa era actuar con prontitud. Así que evité la idea de
democracia en las artes o premio entre los pasajeros (lo que
convertía a esos menesteres en mero espectáculo), tampoco me iba a
quedar a demostrarle al chayotero que sus preconcepciones
totalizadoras del “deber ser” eran un error. Ya parece que el
bombero calificado se va a poner a hacer distinciones de “qué
bonito apagas el fuego”, “qué hábil eres al extinguir un
incendio con un cerillo”, “tu uso de la orina resulta una fresca
concepción del individuo frente a lo salvaje”, mientras el
edificio entero arde en llamas. El bombero calificado simplemente se
enfoca en asfixiar la conflagración.
La aeromoza que
estaba frente a la puerta, con sus labios pintados, tenía unos ojos
que, quizá en otro momento, eran más proclives a la ternura que a
la emergencia. Me enamoré de su perfil desesperanzado. Me dejó
pasar a la cabina tras comprobar que entre los pasajeros se desataba
una revoltura literaria, donde ya hasta se había puesto de pie una
adolescente gritando que era “una escritora precoz”.
-Oye, ¿y tú por
qué? -espetó alguien a mi espalda-. Clásico lángaro heteropatriarcal.
Quizá tenía razón, sin embargo, hubo
un silencio rotundo cuando el avión se sacudió de un lado a otro.
Fue un breve momento en que el pánico los agarró por sorpresa.
Aproveché para
cerrar la puerta incluso antes de saludar al piloto y copiloto.
El piloto paseaba
una pluma por las páginas de una libretita verde, con aire
distraído, pero al mismo tiempo, concentrado. Era como si las nubes,
los controles sueltos que se sacudían frente a él, el canario que
atravesó su pico justo en ese momento contra la ventanilla
(acumulándose junto a otros cinco) hubieran dejado de existir y sólo
fuera importante la brizna de polvo que parecía estar contemplando a
dos centímetros de su nariz, pero que no estaba allí.
-¿Es usted el
escritor? -dijo el copiloto-. No imaginaba que fueran así.
-Yo creía que los
copilotos eran altos.
-Hombre, no todos
los copilotos son así.
-Pues tampoco los
escritores. Podemos compartir el uso de la lengua para fabricar
objetos narrativos, pero nuestros fines pueden ser totalmente
diferentes. Una cosa es el espacio narrativo y otra el sujeto que la
emite. El sujeto que lo configura puede ser completamente distinto.
Tome por ejemplo al tísico Stevenson, que no podría haber
sobrevivido a ninguna de las regiones donde se desarrollaban las
aventuras que inventó.
-Está bien, a mí
ya me convenció. ¿Usted qué opina, capitán?
-No sé... ¿Cuántos
libros tiene?
-Mire, con este que
va a salir van a ser tres. Es largo de explicar y estamos en
emergencia. ¿Cuál es el problema?
El capitán me miró
con timidez de soldado. Un soldado puede ser muy capaz de mandar a
chingar a su madre a cualquier pendejo, pero cuando le entra la
timidez, se comporta como cualquier quinceañero.
-El problema son
los pájaros en la cabeza que trae el capitán -se adelantó a
responder el copiloto-. Si fuera por él, este vidrio ya cargaría un
montón de pájaros muertos.
Por su forma de
hablar, de ignorar por completo que allí había chocado, contra el
parabrisas del capitán, otro canario, me di cuenta que aquel hombre
era un tipo práctico y que no veía lo que el capitán y yo sí.
-Mire -dijo por fin
éste-, estoy escribiendo una carta de despedida. Amo a esta mujer,
pero no creo poder vivir con ella. Son estas malditas apariencias.
Esta mujer es mi amante: se llama Regina...
Yo escuchaba y
asentía. Interesado en obtener más información.
-Amo y me
corresponde. Pero nos separan las malditas apariencias.
-El histórico y
tradicional “deber ser” se opone a las constantes y libérrimas
iridiscencias del amor.
-¿Qué?
-Pare ahí. Ya vi
con que nos topamos aquí. Una historia de amor trágico. Casi como
si fuera el primero de los amores, aunque usted, capitán, ya pinta
canas. Yo le echo sus buenos cincuenta y algo de años.
-Justo por eso de
lo trágico es que necesito su asesoría: para poder zafarme de esta
relación sin que termine en tragedia. Para que con lo que yo le
escriba, me recuerde.
-Para permanecer en
la memoria de ella no como un amante más, sino como el amor perdido
de su vida. Lo entiendo. ¿Y qué llevaba escrito?
Otro canario se
estrelló frente a nosotros y el vidrio comenzó a dar muestras de
ceder.
Comenzó a leer de
su libreta.
-Tengo un problema
con un soneto que estoy escribiendo. Escuche: “Me desvelo y te
adoro / como loco hecho de oro / y el absurdo de esa imagen...” -el
capitán hizo una pausa-. ¿Qué le parece? No se me ocurre qué
poner después para completar el primer cuarteto.
-Y el absurdo de
esta imagen / me remite a mi
cuerpo de mierda construido.
De golpe les había
dado: 1) Un verso libre que rompía con la sonoridad en aras de una
atonía desconcertante, 2) Una imagen poderosa que contrastaba con la
cursilería y probable estupidez que hubiera sido resuelta con sus
propias palabras, 3) Una filosofía sobre la igualdad entre lo
soberbio y lo rastrero.
Pero el piloto y el
copiloto me miraron como si fuera un loco.
-¿Pero qué
ocurrencia es esa? ¡Ni siquiera rima!
-Está bien, está
bien, pero creo, capitán, que este drama no debería ser rimado...
-Soy fanático de
Lope de Vega.
-Sí, sí, no nos
metamos a hablar de su obra porque no terminamos -dije-. Yo lo que
creo, capitán, es que usted no debería de escribir un soneto para
este drama. Esto requiere una carta. Lo vamos a resolver -y fui
contando con los dedos- con un poco de cursilería, otro poco de
verdades humanas, otro poco de promesas de amor platónico eterno,
otro poco con buenos deseos... ¿La vas a borrar de tu Facebook?
-No sé.
-O sea, ¿ya es
definitivo?
-No sé.
-Tienes que
decidir, porque va a quedar escrito.
Y entonces puse la
cara ensombrecida de los escritores cuando revelan su truco y dicen,
con tétrica voz: “vamos a cazar, con la redecilla de grafías, a
la Palabra Alada”.
Dicté: “Amor
mío: tú me has enseñado lo que es el amor de verdad y que éste se
debe sustentar en verdad. Por ello mismo, porque fueron nuestros
cuerpos el recipiente de las veleidades del deseo, y no nuestra
cordura, te hablo con la verdad. Tú sabes, además, pues tu claridad
de perspectiva sobre los eventos de la vida te permite verlo, que las
máscaras sociales interfieren en la pureza de este amor. El tiempo,
incluso, ha dejado caer su peso y sus retoños en mi jardín vital; y
esos retoños me muestran que la felicidad tiene límites. Hermosa,
me duele esta separación, es definitiva. Espero que algún día me
des la gracia de tu perdón y me atesores en tus recuerdos cuando
cojas o te masturbes... Tu amante por siempre, el capitán”.
-No me llamo
capitán -dijo el capitán-. Y eso del final no me gusta.
-Capitán, le
aseguro que con eso lo va a recordar por siempre.
-Es muy vulgar.
Además, hay cosas que no entiendo.
-¿Cómo qué cosas
no entiende?
-"Veleidades", por
ejemplo.
-Hombre, pues que
tome un diccionario. No se puede pedir que todo se lo desmenucen. No
renuncie al asco necesario de matarse un pedazo de ignorancia como si
fuera una cucaracha. El lector también debe contribuir a la magia, a
que la palabra alada tenga significación.
-Es que ella no
tiene diccionario. No, si le digo que esto... no sé, creo que en
definitiva no me gusta.
Hubo una sacudida
que pareció ser una precipitación de cincuenta metros.
-Capitán, tome el
control, por favor -suplicó el copiloto.
-Mire, creo que más
cursi no puedo ser para endulzarle a su amante el oído.
-Pues entonces
necesitamos otro escritor.
-¿De veras? ¿No
te sirvió ni un poquito?
El capitán fue y
releyó todo mi dictado.
-No, bueno, en algo
me sirvieron -dijo el capitán-. Me enseñaron que soy su burla.
-No, la enseñanza
era que el amor no es sino topar inevitablemente con el otro y tratar
de que ese choque sea de llevadero a feliz.
-Sí, ajá, pero,
¿cómo le digo? No me gustó. Yo tengo gusto distinto.
Yo no iba a
insistir. Si algo he aprendido en el transcurso de la vida es que un
gusto es difícil de convencer y que cuando un no viene de parte del
gusto, lo mejor es parar. El acero del avión se sacudió, como el
temblar de un afiebrado, y otro pájaro clavó su pico en el vidrio
del parabrisas.
Salí de la cabina
preguntándome cuál habría sido mi error como escritor. ¿Aspirar a
un lector diferente? Mi mujer me preguntó por mi acción con la
mirada y yo me encogí de hombros. Comprendió de inmediato mi
inutilidad (quizá hasta corroboró sus últimos retratos sobre mí),
pero no dijo nada. Supe que incluso allí, en medio de las sacudidas
que daba el avión, había una ligera decepción en ella y, en caso
de que existiera la otra vida, si el artefacto caía al océano, no
dejaría de achacar el accidente a mi responsabilidad.
La poeta de los
ojos intensamente pintados de negro pasó con los pilotos. Durante el
tiempo que estuvo dentro, los gritos entre los pasajeros acompañaban
las sacudidas y se elevó en aria cuando el eje de las alas se
inclinó peligrosamente hacia la izquierda.
Y de pronto, hubo
estabilidad y cielo abierto y despejado frente a nosotros. En la
repentina serenidad y alivio que siguieron hasta se encendió un
viejo anuncio (que no estaba antes ahí) de “Se permite fumar”.
Por la ventanilla, vi una bandada de sucios canarios sangrantes
perderse detrás de una nube. La puerta de la cabina se abrió y pude
observar el parabrisas intacto. El capitán sonreía. Todo era
felicidad.
-¿Cómo resolviste
su pedo? -le pregunté a la poeta, cuando apareció triunfal por el
pasillo.
-Con gatos. Con
gatitos lindos y esponjositos -me dijo con orgullosa presunción.
Y mientras las
felicitaciones y ovaciones se alejaban por el pasillo, yo me senté
de nuevo junto a mi mujer.
-¿Te das cuenta
que vamos a aterrizar en ese mundo? -me preguntó ella.
Un breve escalofrío
recorrió mi cuerpo. Pero me recuperé. Era lo de siempre.
-Les pertenece.
Tomé el folleto de
seguridad y lo revisé lentamente, sin aprensión, pensando que
hubiera sido preferible que allí estuviera escrito un procedimiento
diagramado que nos salvara de la catástrofe cotidiana, por ejemplo un cuento.