La guerra de las
ideas
Las
formas actuales de comunicación han puesto el dedo en la llaga de
nuestra incomprensión mutua. Incluso Umberto Eco, autor de
Apocalípticos e
integrados, un análisis
sobre las divergencias que surgen en el seno de las sociedades ante
el advenimiento de novedades tecnológicas o ideológicas, se muestra
apocalíptico respecto al hecho de que cualquiera pueda expresarse en
la red y su voz salga de los rincones de su nicho geográfico y pueda
traspasar incluso fronteras (como
si existieran entes humanos que
no deben ser escuchados,
capaces de percibir el mundo, de sentirlo, de padecerlo, armados de
sus propios yo y aislados en su yo sentimientos, pero sin el grado de
éxito y educación del gran Umberto Eco):
“Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones
de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso
de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran
silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un
premio Nobel. Es la
invasión de los imbéciles”.
Palabras más, palabras menos, el escritor español Javier Marías
también ha expresado el mismo pensamiento: “En la historia
ha habido siempre mucha imbecilidad, pero nunca ha estado organizada
ni había tenido la capacidad de contagio masivo, inmediato y
acrítico que tiene ahora”. Este
par de señalamientos no son, en lo absoluto, derivados de una mirada
superficial (ambos coinciden en que las redes sociales son
ventajosas), pero sin duda son enunciaciones que pretenden establecer
y hacer visible la frontera, que nunca se ha diluido, entre lo
estúpido y la inteligencia.
¿Qué
es lo estúpido y qué es lo inteligente? ¿Cuáles son sus
características y las herramientas de que se valen? Convengamos,
muy somera y generalmente,
que lo estúpido tiende a ser espontáneo e irreflexivo, que tiende a
basar sus convicciones en tradiciones y costumbres que no han sido
tamizadas, que es cerrado y se opone al debate (y en caso de que se
abra al debate, carece de rigor y es afecto a cualquiera o a
todas las falacias
lógicas y que por ello su
existencia no vale la
pena).
(¿De veras no vale la pena lo que hemos perdido?);
por su parte, lo inteligente
es reflexivo, sus convicciones se basan en lo que puede ser probado
con certeza, tamiza lo que está bien y mal de las tradiciones y
costumbres, está abierto al debate y evita las falacias lógicas. Lo
estúpido prospera ante el silencio manso, indiferente, egoísta; lo
inteligente se construye con las voces, con el diálogo, con la
escucha, con la calibrada experimentación sin prejuicios.
Si
el mexicano, que es capaz de
organizarse en un estadio para expeler sus resentimientos, en verdad
quiere un cambio en el
ámbito político (como lo
constatan sus marchas, sus gritos en el al
parecer “vacío de las
redes sociales”, sus encumbramientos de candidatos independientes)
no puede esperar a que éste se produzca desde las cúpulas que
apenas si se interesan por ellos. No
puede esperar que le ayuden a alimentarse los que se atragantan en el
banquete a puertas cerradas, que le hagan espacio para sentarse los
que ya están cómodamente apoltronados en los sillones privados de
su banca, petróleo y recursos naturales. De los privilegiados (es
decir, de los herederos empresarios
depredadores,
herederos políticos
sistémicos, herederos inoperantes)
no vendrán los privilegios
de una buena vida,
pues estos, si se comparten con todos, dejarían por definición de
serlo. Pero no es la
compartición de privilegios lo que se busca, más bien la
eliminación de estos. En
términos aztecas: No
destruir la pirámide para crear una catedral, sino para poner un
piso parejo que nos salve a todos de la inundación.
Es,
pues, labor de los mexicanos comenzarse a escuchar, a organizar, a
mirar, a dialogar en todos sus espacios y
desde todas sus históricas diferencias.
La guerra de las ideas será la primera batalla que deberá librarse
y no es una sencilla ni una
que se resuelva en quince minutos, pero
al menos no tiene muertos.
El enfrentamiento entre los estúpido y lo inteligente es inevitable
y es largo,
pues implica adquisición de conocimiento, razonamiento, tolerancia,
y hoy mismo está naciendo
una persona que no sabe absolutamente nada.
No
obstante, esta guerra, en la
actualidad, deberá librarse
con medios tecnológicos que
no son
Facebook o Twitter ni la
tecnología de las armas,
sino en espacios creados
ex profeso para que esa
batalla sea fértil. Ciberespacios
democráticos generados
por los propios mexicanos
para que la decisión pueda ser tomada desde Quintana Roo hasta Baja
Californa, en una
red que permita establecer puentes de diálogo entre los casi 2, 500
municipios que conforman nuestra geografía.
A
algunos podría parecerles que 2, 500 municipios, que 110, 000, 000
de personas, son cantidades estratosféricas de visiones y
participaciones y voces e
ideas imposibles de sortear
como para alcanzar acuerdos, que
por eso estamos mejor así,
con nuestros “representantes”, con nuestro “gobierno
mediático”, cediendo con nuestro voto, a ciegas, confiadamente,
nuestros futuros. Sin
embargo, si reflexionamos un poco, podemos darnos cuenta que las
ideas que como humanos usamos para vivir en esta vida, para ser
felices, productivos,
útiles, para florecer en todas nuestras capacidades, son
en realidad pocas y estrictas.
Las ideas importantes,
justas, productivas e improductivas, por
lo mucho ascienden a unos cientos (y creo que me estoy viendo muy,
muy exagerado). Lo demás son y
han sido métodos de
aplicación de dichas ideas.
Y en esas aplicaciones se encuentran en las definiciones mismas del Estado, es decir, en sus constituciones. Esas constituciones que son suma de saberes o imposiciones desde el poder que guían, según el sentido más lato, el funcionamiento del gobierno y de la sociedad. Además, una constitución es un ente en movimiento: en teoría, los legisladores (los representantes populares) adaptan las leyes a los tiempos, siempre en pro de quienes los llevaron allí. Desde 1917, la mexicana ha ingresado lentamente más “garantías individuales” y derechos humanos, bienes de la nación (como la industria petrolera), pero también ha sido escenario para desmantelar al país, para descobijarlo.
Por ello mismo, no es extraño que surjan movimientos que pretenden llevar a cabo una reforma a fondo de la ley suprema. Tan a fondo, que la reforma es hacer una Constitución nueva. El reto no es sencillo, pero sí parece necesario. En medio de las aguas agitadas de la actualidad, donde abundan las piedras filosas y parecemos dirigirnos al naufragio, es necesario dar un golpe de timón radical.
¿Pero cómo? ¿Será que se requiere de Cuauhtémoc Cárdenas, quien ha comenzado a pensar en un Constituyente, o de un grupo de expertos, como lo proponen otros movimientos, rearmando el método molar, autoritario, de arriba hacia abajo, de los iluminados a los que necesitaban luz? ¿O comenzamos a pensar en un proyecto de redacción que incluya la voz del ciudadano común?
Los medios existen. Los métodos de trabajo colaborativo y horizontal, democrático, desde la persona común se pueden desarrollar. La redacción en comunidad de una Constitución puede ser una realidad en nuestro país y en nuestras actuales condiciones. Una Constitución que hable desde nosotros, hecha por el pueblo y no por sus “representantes” (quienes hábilmente montan y desmontan las estructuras institucionales en beneficios que van a dar directamente con ellos mismos).
Aquí lo único que me desvela es la posibilidad de una involución. De si lo que escribamos sea racional, justo o una barbajanada de estadio. De si nuestro pueblo es inteligente o estúpido. Yo apuesto por lo primero porque creo en la estadística que dice que, en términos medios, la gente no está loca ni es tonta (aunque puede ser atontada por los adoctrinamientos sutiles de los mass media o de sus propias costumbres no cuestionadas).
¿Pero cómo? ¿Será que se requiere de Cuauhtémoc Cárdenas, quien ha comenzado a pensar en un Constituyente, o de un grupo de expertos, como lo proponen otros movimientos, rearmando el método molar, autoritario, de arriba hacia abajo, de los iluminados a los que necesitaban luz? ¿O comenzamos a pensar en un proyecto de redacción que incluya la voz del ciudadano común?
Los medios existen. Los métodos de trabajo colaborativo y horizontal, democrático, desde la persona común se pueden desarrollar. La redacción en comunidad de una Constitución puede ser una realidad en nuestro país y en nuestras actuales condiciones. Una Constitución que hable desde nosotros, hecha por el pueblo y no por sus “representantes” (quienes hábilmente montan y desmontan las estructuras institucionales en beneficios que van a dar directamente con ellos mismos).
Aquí lo único que me desvela es la posibilidad de una involución. De si lo que escribamos sea racional, justo o una barbajanada de estadio. De si nuestro pueblo es inteligente o estúpido. Yo apuesto por lo primero porque creo en la estadística que dice que, en términos medios, la gente no está loca ni es tonta (aunque puede ser atontada por los adoctrinamientos sutiles de los mass media o de sus propias costumbres no cuestionadas).
Fe de erratas: por error subí una versión inacabada de este texto y me di cuenta después. Ésta es la versión final. Mil sinceras disculpas.