DÍA 1. Sábado
30 de noviembre de 2013
Parto del Distrito Federal con el
sentido de saberme humano en este momento, vendedor de mis horas,
esclavo de la realidad y sus obligaciones, cargando sobre mis hombros
el conocimiento del único trabajo que sé hacer: libros. Libros bien
redactados, bien traducidos, bien formados, y ficciones mías que
podrían ser libros. Voy en busca de trabajo como todos los que van
en busca de trabajo.
Y también presentaré una novela.
DÍA 2. Domingo
1 de diciembre de 2013
Llego a la FIL después de dejar mi
maleta en casa de un mi primo arquitecto, y que agradezco al destino
que sea mi primo. En la entrada, encuentro a un escritor amigo, quien
con buen ánimo invita el boleto para que yo entre a la FIL y pueda
buscar a mis editores, que me tienen uno de esos pases “todo evento
incluido”. Soy el escritor de bajo nivel adquisitivo que va
ensoñador a presentar su novela a la FIL y por eso alguien, por pura
buena onda solidaria de gremio, le dispara la entrada. En las apuraciones,
nuestra despedida (llegando y despidiéndose) resulta hasta tosca,
pero fraterna.
Voy alegre como el que sabe de la
tristeza, como pudiera haber dicho cualquier día de la semana el
tao.
Uno considera ser un tipo medianamente
culto y de pronto se topa uno con que allá afuera (aquí dentro de
la FIL, entre los estantes de la colorida FIL) hay un mundo
inabarcable, inaccesible, de libros, de historias, de sagas, y de
carencia de tiempo para recorrerlas todos. La medianía culta se
transforma en indigencia culta. La triste imposibilidad de la
especialización en todos los campos nos asalta ante esa innadable marea de libros.
Lo único bueno es que uno ha leído a
Homero y Shakespeare y Cervantes. (Uno es medianamente culto). Y a
algunos de los que han venido después. Con eso ya sabe que los
volúmenes de literatura que se ofertan tratan de lo mismo, pero
evolucionado por los diferentes factores sociales e históricos,
crecido, muchas veces retorcido, revuelto. Uno también, con la
propia obra, aspira a dar su nuevo ajuste de tuerca a la literatura.
Un ajuste de tuerca que quizá pase inadvertido entre tantos libros
actuales que también dan su torcedura y probablemente superan
nuestras pobres historias.
A la hora del hambre las enchiladas
están a 90 pesos. En estos momentos sé que tengo presupuesto
presentable, así que me pido una orden. Pero por decirlo de alguna
manera, la comida está hecha sin amor. Y yo que he comido unas menos
caras enchiladas más sabrosas, comienzo a sentir una especie de pena
ajena (mía, por mexicano) con respecto al gusto al que deforman
estos malos cocineros los paladares de los israelíes, los
argentinos, austríacos, hindúes, españoles, estadounidenses,
canadienses, japoneses, chinos, colombianos, bolivianos, latinos,
africanos, asiáticos, europeos, australes... La FIL
viene llena de extranjeros y estos cocineros le ofrecen lo peor que
tenemos para su boca. Y a un precio gandalla. Yo hubiera dado 15
pesos, sólo por la materia prima, y sin propina.
(Me comí hasta la última parte de
esas malditas enchiladas, tratando de pensar más en lo que quisieron
ser que en lo que fueron y porque no tengo estómago para dejar nada
en el plato. Pero en mi triste vida jamás había probado algo tan
tieso. La enchilada es amistosa calidez al paladar, jamás un frío
reto a los dientes).
La ciudad de Guadalajara, de enorme cielo abierto, suelta en el ambiente el fuerte olor de sus raíces
hospitalarias, acoge a la FIL con fervor. Aquellos 119,419 m2 de construcción
se llenan de visitantes hasta el tope recorriendo pasillos de colores
vivos, inmersos en ese mundo diseñado para invitar a la imaginación,
el intelecto, las destrezas y capacidades, a desarrollarse (a seguir desarrollándose) a través
de la lectura. La majestuosa ciudad de Guadalajara, en el edificio
de la EXPO, está abierta a recibir tradiciones y raíces ajenas como
propias por una semana. Uno de verdad no sabe a qué asistir. Hace un
plan sobre el programa de mano, pero es un mal plan, porque mucho quedará fuera. Y sin embargo
va en busca de lo posible y trata de aquilatar las conferencias a las
que acude: lugares donde se extienden ideas, se establecen puentes,
se tienden manos, se comparten propuestas, se confirman dudas y se
desechan certidumbres, o simplemente se levanta la ceja, incrédulo.
Veo pasar a tanto solitario escritor
jugando a las multitudes: eso ha sido reconocer a tanto escritor en
la FIL. Reconocer a los que son como uno. Hasta en un oficio tan
solitario y desalmado como el de escritor emociona ver multitudes de
lectores buscando entre letras algo que les apasione. Se comprueba que la vigencia de
las historias se halla más allá del costo que tiene un libro y lo que lo rodea (la fama, la venta o el diseño): es literatura, vida enlatada en palabras, hablando a la vida del lector. Es el diálogo lector-escritor. Y rodeados de eso, de lectores, es como uno se divierte viendo a tanto solitario escritor jugando a las multitudes.
¿A dónde habrá ido a parar esa piedra que se arrojó al estanque?, parece que se preguntan todos ellos (los que reconozco), mientras alguien los detiene y se toman una foto.
Esa noche, en un bar, un editor español de libros técnicos especializados, me contará que de todas las ferias, y que ha ido a Frankfurt y Madrid y así, esta es su favorita.
-Aquí tratan al escritor como rockstar. Y algunos se lo merecen.
-Yo también soy escritor. Vengo a presentar mi primera novela.
-Rocanrol, entonces.
¿A dónde habrá ido a parar esa piedra que se arrojó al estanque?, parece que se preguntan todos ellos (los que reconozco), mientras alguien los detiene y se toman una foto.
Esa noche, en un bar, un editor español de libros técnicos especializados, me contará que de todas las ferias, y que ha ido a Frankfurt y Madrid y así, esta es su favorita.
-Aquí tratan al escritor como rockstar. Y algunos se lo merecen.
-Yo también soy escritor. Vengo a presentar mi primera novela.
-Rocanrol, entonces.
Mi primo arquitecto me dice que en esta
ciudad hay una sensación diferente, un ser y estar diferente cuando
es la FIL. Como que la gente se relaja.
Luego me echo unas chelas y me quedo
hasta tarde escribiendo esto en su sala.
Día 3. Lunes
2 de diciembre de 2013.
En el segundo día de FIL, el escritor
con primera novela se siente nervioso. Recibe el mensaje de que requieren su presencia muy temprano en el salón de derechos, al parecer por parte de una agencia literaria que probablemente está muy interesada en vender estos al
por mayor. Pero como no entiende de qué se trata eso y cómo le
puede beneficiar, consulta con un editor veterano que está pasando
justo por allí, quien le dice que ese mensaje quizá signifique que
alguien (que además el editor veterano conoce en persona porque
trabaja justo con ellos) está dispuesto a representar al escritor
con primera novela. Lo cual suena a muy buena noticia. “Ahí me
platicas qué pasó”, se despiden.
Avanzando sobre la alfombra azul suena
a que un libro (el libro de los desvelos de uno) ha caído en manos
de un olfateador de talentos y se está corriendo como fuego. Hay un
mensaje allí: ¡alguien le ve futuro a la literatura que el escritor
hace con los malabares de su primera novela! ¡Puede que en
esas noches de desvelo el escritor haya abierto, palabra tras
palabra, una mina de oro!
En fin, que se va a comentarle eso a
un su amigo de la editorial, gestor de proyectos, y él le comunica
que creen poder intercambiar la novela con una editorial chilena, lo
cual tiene al decirlo ese justo grado de precaución necesaria para
tampoco darle alas al joven escritor, pero que qué era eso de que lo
habían mandado a llamar. “Pues es lo que te quería consultar, que
si tú los ubicas. ¿Qué crees que signifique eso? ¿Me acompañas a
ver?”, y allí van a ver, directo al salón de derechos, pero no
encontraron a nadie y dejaron una tarjeta de presentación.
Media hora después, se encuentra con una
amiga community manager y se entera que quienes al parecer
llamaban al escritor con primera novela eran otras personas,
relacionadas con los representantes de talentos, sí, pero no en el
plano de negocios internacionales, sino de amigos que se han colado a
la FIL. Y que el mensaje pasó por varias etapas tontas hasta derivar
en el hecho de que lo bueno era que aquellos agentes literarios no
hubieran estado presentes porque siente que hubiéramos tenido una
situación así:
-Hola, ¿qué tal? Me dijeron que
querían hablar conmigo -sonrisa de oreja a oreja, ganas de que
alguien se tome el paciente trabajo de encontrarle sitio a mis obras
en el mundo y no lo tenga que hacer todo yo, dejar esa versatilidad
de hombre orquesta para dedicarse por entero a escribir con la
seguridad de que alguien se está encargando de gestionar lo que sale
de la pluma.
-Y usted es...
-El-escritor-con-primera-novela
-hubiera dicho con aplomo y prestancia y luego hubiera pensado:
“ustedes lo deben saber mejor que yo, ¡ustedes me mandaron llamar
para convertirme en estrella internacional!”
-No, no lo conocemos. ¿En qué les
podemos servir?
Pero no pasó eso.
Todo se debió a mensajes equivocados
y que al menos pude desactivar a tiempo.
Pero ya que está enterado que hay
allí agencias literarias, ¿por qué no?, mostrarles la obra y quién
sabe si es chicle y pega. (Aunque lo más probable sea que se
interesen en el asunto hasta que yo haya agotado al menos un par de
ediciones completas en el menor tiempo posible. Ja.)
Tengo una canción que se llama
“repartiendo tarjetas voy”. Porque pase lo que pase con mi obra
de ficción, ando buscando el trabajo que sé hacer. Y voy cantándola
en mi mente (y eso me quita el mal sabor de boca del malentendido) cada vez que
encuentro a alguien que tiene una editorial y nos saludamos, hormigas
tocándose las antenas, intercambiando esos rectángulos de datos en
papel. “Repartiendo tarjetas voy / y un buen editor yo soy”.
Una rima sencilla, pero está
acompañada de poderosas guitarras eléctricas. En fin. Pedir trabajo
es vivificante, aunque pueda ser que no se consiga.
Rocanrol, entonces. Voy al stand de mi editorial y de repente veo que alguien mira el libro y me acerco a comentarle que yo lo escribí. Me mira incrédulo y luego ve la fotografía. Y nos despedimos y se va a seguir recorriendo ese indescifrable laberintos de libros. Pienso que es
a) otro lector apretado de fondos, que le encantaría pero no tiene más que su credencial para votar en la cartera, como yo ante todos los libros que quisiera adquirir.
b) un ser humano que piensa que ese escritor (yo) parece medio loco y lo mejor es evitarlos (abajo el rocanrol).
Con respecto a ese hombre, prefiero seleccionar el inciso a) y me siento a una mesa del stand a repasar mi plan de recorrido por la FIL. Entonces alguien adquiere el libro. Veo a mi lector tomarlo, leer un poco la contraportada, y llevarlo a la caja, donde le indican que el güey que está allí sentado, que simula no sentir emoción, es el escritor de esa-novela.
-Ah, pues póngale la firma.
-Por supuesto, cómo no.
Y esa firma es un abrazo agradecido a esos valientes lectores de primeras-novelas que se arriesgan por lo que no conocen, sólo por el hecho de que su espíritu de lector desprejuiciado les pide la aventura del azar.
Llega en la tarde una amiga editora con la que he
trabajado libros educativos y me comenta que es la primera vez que
está en la FIL. Por supuesto, hay que conseguirle el programa de
actividades, para que vaya tomando consciencia del maratón que es.
(Yo en dos días he querido estar en todos lados). Actividades
encimadas unas de otras. Conferencias que se deben ver y escuchar. Libros que se presentan para alimentar el río
confuso, revuelto, de la literatura. (Y aunque por momentos se
pensaría que aquí, en estos kilómetros de libros están todos los
libros, lo cierto es que no lo están).
Le comento que esto, por supuesto, es
mucho más divertido que, por ejemplo, una feria de tractores.
-Nunca he estado en una feria de
tractores.
-Yo tampoco. Pero supongo que las
empresas fabricantes de tractores o distribuidores se reúnen en
alguna convención. Y entonces toda la papelería del evento, el
espectáculo del diseño, presenta sólo tractores y tractores. Aquí,
en cambio, la posibilidad del juego que dan ideas y visiones
literarias hace que los diseñadores suelten más su imaginación.
-Bueno, tú ya andas como pez en el
agua, ¿verdad?
Me doy cuenta que sí. Es sorprendente
y digno de admirar el hecho de que haya tantos editores y escritores,
mujeres y hombres reunidos en un mismo sitio, compartiendo ideas
sobre el libro, la lectura, la industria, el lenguaje, el contenido y
el continente, el futuro y el pasado, lo extranjero y lo nacional, lo
virtual y lo real. Me gusta estar aquí, en Guadalajara, adentrado en
mi medio de trabajo que, he de decirlo, a veces es muy gratificante.
Y uno se regresa a la casa del primo en
camión. Comienza a leer unas revistas que le han dado y de la mi
bolsa se caen unos tres, cinco pesos. Un pasajero le advierte de la
caída de los pesos y uno los recoge. Entonces, de la nada, la señora
que va al lado dice que en este país no estamos para tirar el dinero
(uno está de acuerdo), pero eso es justamente lo que hacemos, por
otra parte, con los gobernantes que tenemos (y uno está más de
acuerdo).
-O con los parásitos del sistema
-continúa ella-, como esa señora,
Quien-fue-candidata-a-la-presidencia-por-un-partido-grande, a la que
le grité sus cosas cuando estaba en una conferencia de prensa. Hasta
me quisieron callar los reporteros, pero no me dejé... Es que no es
posible, yo he vivido la mayor parte de mi vida en el extranjero y me
da coraje de verdad que los políticos parasiten a mi país con su
corrupción y sus aires.
-¿La quisieron callar los reporteros?
-Sí, me dijeron que no era el
momento... Pero a ver, ¿cuándo va a ser el momento?... Yo no la
encuentro todos los días, ¿o qué? ¿Voy a esperar a que alguien
hable por mí?
Y de pronto el pasajero que me ha
avisado de mis pesos tercia en la plática y ese camión que parte de
la Expo y llega más allá del estadio Jalisco se convierte en una
mesa de opinión sobre política y las asechanzas de lo que se viene
con las reformas del presidente mal peinado. (Actualización: ya
fueron aprobadas, por desgracia). Y en esa mesa, otro pasajero incluso saca de su mochila un
libro que acaba de adquirir y del que recomienda su lectura. Y el
chofer de vez en cuando, cada que el semáforo se pone en rojo, se voltea, frunce
el ceño con agradable incredulidad y se sonríe un poco. ¿Será eso
a lo que se refería mi primo con el espíritu de la FIL que hay en
la ciudad?
Día 4. 3
de diciembre, martes
Los que me conocen saben que ayer también fui al feisbuq. Dejé un post con fotos rescatables y me salí. Luego seguí escribiendo hasta tarde estas impresiones. No fui a una fiesta a la que una socia sí. Cuenta que hubo baile, hubo fiesta, hubo chelas gratis (para ellas y aunque no eran gratis) y yo no estuve allí. Yo quise saber si debía ir, pero por más que marqué no me respondieron y mi flojera (y los viáticos) me dejaron en casa de mi primo. Eso no impidió que me tumbara un par de cervezas allí y me acostara tarde y cansado. No llegué en la mañana. Arruiné dos horas el plan FIL (llegué sólo para enterarme que el criterio que se usaba para contratar traductores en un plan internacional de traducción bajo la égida del gobierno de Argentina, era cuando los burócratas le preguntaban a alguien de una editorial si conocía a un traductor y ya iban recomendados... así). (“¡Pues sí!”, me dirán después mis editores, poniéndome otra vez con los pies en la Tierra, “bienvenido a América Latina”.)
Yo repartiendo
tarjetas profesionales:
-Soy el corredor
de carreras y el mecánico y sé traer piezas del extranjero y pintar
carrocerías con diseños bien locos o bien cuerdos, según las
necesidades. Para conducir el libro, el pulso no me falla porque soy
experimentado y sé exactamente dónde está la curva y dónde está
la recta, además de que también conozco la forma de acelerar en
digital. Además cuando manejo no tomo y viceversa. ¿Qué más se
necesita para que yo corra algunos circuitos para tu escudería?
Pero por supuesto
no es así. No, no, siempre es un poco más formal e inexacto...
Día 5.
Miércoles 4 de diciembre de 2013
Me levanto tarde después de haber
estado la noche anterior hablando en voz alta para tratar de
encontrar las palabras que definan un poco lo que es mi primera
novela. En algún momento, mientras camino el pasillo balbuciendo
ideas, me viene a la mente un hecho: uno escribe porque mediante la
palabra hablada es muy malo. Uno escribe para no tener que
explicarse. La obra se explica a sí misma ante los demás y si se es lector, ella
hablará. Uno escribe porque la velocidad a la que van cayendo los
caracteres sobre la hoja en blanco permiten al cerebro encontrar, a
veces, la palabra justa. Al hablar uno, que siempre se ha negado
sistemáticamente a los brindis o los discursos, ha desarrollado con
mayor éxito la glosolalia y la inexactitud.
Pero a las doce del día, con algunos
bocetos mentales, se instala frente a la silla y el reportero con
grabadora en mano a la que da clic y está perdido: para siempre
quedarán grabadas en bits sus dudas. Sin embargo, uno fluye sin
darse cuenta por caminos tersos. Quizá es la cara comprensiva del
entrevistador o la libertad que presta a las preguntas para que el
entrevistado se pueda ir por las ramas y yo, chango verbal, brinco de
una a otra casi con soltura, excepto que a veces una rama se rompe y
tengo que sujetarme de otra hasta atravesar el bosque de mi propio
discurso seco y quebradizo.
El reportero apaga su grabadora y con
una gran sonrisa agradece la entrevista y desaparece.
(Las siguientes entrevistas del día
me darán nuevas oportunidades para demostrar mi falta de pericia
expositiva. ¿Dónde habrá quedado aquel hombre que podía
pontificar sobre cualquier tema?Ah, sí, ese tenía dos cervezas en
el cuerpo y se quedó en la barra de un bar en el pasado).
Pero rocanrol.
Por la noche, sin saberlo, acudiré a
una reunión casi clandestina. No es que se trate de una sociedad
secreta, pues la invitación se ha rolado por todas partes. Una
revista cultural (contracultural) cumple veinticinco años y convocan
a una sesión larga de canto, charla, alcohol y quizá baile. No
todas las publicaciones periódicas pueden jactarse de haber
alcanzado un cuarto de siglo en un país donde cualquier iniciativa
de ese tipo tiende a desaparecer, a veces, en su primer número. Una
de las cantinas más tradicionales de Guadalajara, de esas de gran
alcurnia e historia, será la anfitriona de la recepción. Pido
aventón y me lo dan y en el camino resulta que estoy con el mero
mero editor, un tipo de voz carrasposa y sarcasmo a flor de piel, que
cuenta que el próximo número de su revista visitará las hazañas y
desfazañas de los zombies. Yo le comento que tengo un cuento que se
titula “El perro zombi”, de vena realista porque es un hecho
misterioso que ocurrió en verdad. Historia verídica y calibrada por
el método científico. (Ahora sólo falta que la acepten).
Llegamos al enorme salón donde ya hay
una mesa puesta para los conferencistas, templete y sillas y mantel.
En lo que esperamos que el lugar reúna a más personas, nos
dirigimos al salón del fondo, hacia la barra, donde en el otro par
de mesas comienza a ser ocupado por otros convidados, escritores que
llenan páginas de diarios, ex rectores de universidades, editores de
grandes editoriales independientes. Pero no son muchos. Apenas unos
veinte, quizá. Cuando ha pasado un rato y parece que nadie va a
venir, el editor de la revista se encarama en un taburete y pide
silencio a gritos y decide que mejor ahí, en la barra se hará la
presentación del evento, en lugar de seguir el protocolo (y el dueño
de la cantina, más que enfadarse porque puso a sus empleados a poner
el templete con anticipación, parece tomarlo con verdadero sentido
del humor: se trata de otra travesura de ese hombre que se dedica a
las letras y que no cree en los convencionalismos de ninguna especie).
Y a partir de allí, en el discurso se
comparten anécdotas de la vida acelerada, se agradece por la amistad
de los colaboradores, se habla de la necesidad quizá de convocar a
la OFFIL, una serie de eventos antagónicos (probablemente
complementarios) al programa de la FIL, pero desde el ámbito
subterráneo.
Tras esto, un trovador mexicano de
larga trayectoria en el mundo de la música, toma la guitarra y me
tienta los resortes del alma con la letra imperiosa de una canción
que lleva años rolando y que conserva su frescura horriblemente:
“amo a mi país, pero él no me ama a mí”.
Pienso al recorrer con la mirada el
espacio en el que estamos, que de cierta forma, aquella pequeña
reunión (“selecta”, diría un quedabien, “desangelada”,
señalaría un forastero; “íntima”, quizá pensaron entre ellos,
que se conocían y reconocían), después de veinticinco años de
trajinar de aquí para allá, de explorar unos trescientos temas en todo ese tiempo, no responde
a todo lo que han sido. O responde por completo: esta gente
excéntrica, escritores, editores y exrectores son el underground:
están reunidos por fuera de los protocolos para celebrar casi en
secreto al fondo de un bodegón enorme que, según me entero, suele
ser normalmente un salón de baile. Y así, después de tanto tiempo,
me siento en el lugar exacto. Y aquella banda heterogénea, aunque escasa, mantiene despierta a Guadalajara hasta las
cuatro de la mañana. (Yo no he llegado a esa parte. Yo me he
regresado como a la una a casa de mi primo en un taxi para tratar de
despertar temprano para el día de la presentación).
Día 6. Jueves 5 de
diciembre de 2013
Ha llegado el momento y la preparación
nocturna que había ensayado días antes, se ha borrado de mis
labios. Vuelvo a no saber cuál será mi intervención cuando mi editora le pasa el celular-micrófono al escritor que nos acompaña. Pero la
actitud de mi presentador (por cierto, de lujo), a quien no trataba, pero de quien en la
universidad había recibido una clase de cuento (que dicho sea de
paso, me ayudó con una narración), y que espero seguir tratando, me
infundió ánimos. Había un pequeño problema de sonido: lo que
nosotros decíamos se retrasaba un segundo antes de salir a
borbotones de las bocinas. Mi presentador se lo tomó con humor,
señalando que aquella transmisión llegaría con diferencia porque
nos comunicábamos desde la Luna, y luego, con amabilidad y buena
actitud, hizo una sinopsis de mi novela que me pareció justa y muy
elogiosa (y me la creí). Su atenta lectura me dio, por primera vez, idea clara de lo que yo había escrito. Y me sentí orgulloso. Mi
obra estaba allí, metiéndose en el río de las palabras.
Mi intervención, por supuesto, es
completamente olvidable: súmele a mis nervios en aquel stand que mi
voz me desagrada y me llegaba repetida por las bocinas y me hacía
tropezar. ¿En verdad acabo de decir lo que escuché que dije? ¿Puedo
decir lo que quiero decir sin que esa voz me interrumpa? Y a tumbos,
pero feliz, terminé mi participación. Y hubo firma de ejemplares,
entrevistas, fotos, brindis de honor y en aquella feria me sentí de pronto
subido al carrusel de las sorpresas, a la rueda de la fortuna, a los carritos chocones, al viaje espacial, entre los tantos rostros que la
Feria tiene, ha tenido y tendrá, dejando mi libro en manos del azar y
de esos lectores que, numerosos e interminables, congestionándose en el tránsito de personas la mayor parte de las veces con entusiasmo, pasaban por las
diferentes casas editoriales y miraban portadas, contraportadas,
leían fragmentos en voz baja o alta, metidos en su mundo y dispuesto
a meterse con toda su imaginación (o el entusiasmo, en el caso de los libros técnicos) en los mundos que habitan esos artículos de papel y tinta que, innumerables, esperemos, duren muchos años más, insustituibles como la FIL.