Durante las fases más decadentes del
histórico gobierno del PRI (que yo ubicaría más notoriamente entre
Díaz Ordaz y Zedillo), existió una forma de pensar y actuar muy
popular entre las clases dirigentes del país conocida como
“priísmo”. Dicha alienación provocaba que algunos individuos
enquistados en los altos mandos del servicio público consideraran
que el poder del estado se podía utilizar para satisfacer caprichos
personales e imponer cortas ideas grupusculares. Más que buscar el
desarrollo y la prosperidad de un pueblo, lo que había que hacer era
mantenerlo “disciplinado” (aunque sus disciplinas fueran
verdaderos baños de sangre) y consciente de que “hay clases,
¿eh?”.
Esta forma de pensar se extendía a
todos los niveles del aparato estatal, y muchos burócratas, desde su
propio ámbito, también ejercían esas mismas prerrogativas y abusaba
de su posición para obtener un beneficio personal en cualquier ramo.
Uno de sus dichos populares más arraigados era: “No me den.
Pónganme donde hay”. Otras perlas de su ideario folclórico tenían
que ver con cómo situaban a sus allegados en puestos para los que no
estaban capacitados o en cómo debían alinearse a su influencia
cualquiera que pudiera tener intenciones críticas: “Él es el
orgullo de mi nepotismo” (López-Portillo en referencia al puestazo
de su hijo), “En Televisa somos soldados del PRI” (Emilio
Azcárraga "El Tigre" ante las críticas de ser parciales) y esa que resume con mayor puntualidad su ideología: “El
que no transa, no avanza”. En la práctica, estos menesteres los
podía llevar a cabo (y aún se estilan, dado que cambiar un hábito
es muy difícil) un policía de tránsito pidiendo una mordida o una
secretaria adoctrinada o coludida con su jefe para apresurar
lentamente un trámite que debía ser gratuito y expedito.
Entre las clases medias existía
también el denominado “priísmo”, que impulsaba a gente sin
partido o de la iniciativa privada no a considerar a un aspirante por
sus planes de gobierno, sino a pagar algunos favores y dinero para
que el irremediable candidato fuera uno que le permitiera hacer
"negocios" con el gobierno, negocios de amigos que se han ayudado
mutuamente. Entre estos negocitos se encuentran esos aparatos
monopólicos o duopólicos que tanto freno han metido al desarrollo
del país, como Telmex (y sus subsidiarias, Telcel), Televisa,
TvAzteca, y aquellas de los amigos extranjeros, como la banca
española y estadounidense. (En la actualidad han llegado nuevos
invitados que pretendan hacerse los invisibles, como Monsanto o
Walmart.)
Entre las clases bajas del país
existió también esta situación mental. Y llegaba a sus más
terribles aberraciones en esa triste justificación de quienes no
querían o no sabían pensar en los asuntos del país y daban un voto
de inercia al PRI porque “así se los había enseñado sus padres”,
o porque temían, con justa razón, que las migajas que recibían en
ayudas sociales (de un pastel que ya se había repartido para
sufragar costosas mansiones, viajes, vinos, yates) pudieran
desvanecerse de la noche a la mañana.
Una época triste en que la libertad
de expresión, los trabajos, las finanzas del país, el desarrollo en general, eran controlados por la
dura ley del "peladito" más fuerte y no del que pudiera estar mejor preparado. El
priísmo era la extrapolación al ámbito del servicio público de
los defectos humanos más deleznables: avaricia, egoísmo, pereza,
vanidad, autoritarismo... Los tiempos trajeron lentos cambios: ideas,
ciudadanos, organizaciones, movimientos e incluso los partidos de
oposición fueron minando aquella estructura hasta completar, en
2000, la alternancia partidista. No ha sido fácil y el resultado no ha sido perfecto. Como sabemos, esto no representó
necesariamente nuevos paradigmas ni mejorías de nuestro Estado, pero al menos quedaron desterrados
durante doce años los cuadros priístas (personas de carne y hueso)
que ayudaban a mantener y aceitaban aquella maquinaria de corrupción,
sobajamiento y clientelismo. Y ese destierro sí fue un avance.
El punto al que voy es claro: no basta
que hayan transcurrido doce años para que el país haya cambiado y
creamos, como el ingenuote de Vicente Fox, que la vuelta del PRI pueda venir
sin esa clase de ideología (y personas). Tampoco bastarán seis años de otro
partido. Pero una cosa es segura: lo mejor es mantener a muchos de
esos personajes (aunque algunos ya hayan "chapulineado" camaleonamente) fuera del ámbito del servicio público al menos unos
tres sexenios más. Seguramente con medio siglo fuera del poder, uno
podría considerar que el regreso del PRI de verdad pueda ser una
opción.