viernes, 1 de abril de 2016

POSTAL: UN AVIÓN SOBREVOLANDO EL OCÉANO





Habíamos alcanzado la altitud de 30, 000 pies y la velocidad de crucero. Yo miraba por la ventanilla las formaciones nubosas que abajo de nosotros parecían desatar un chubasco. Pasamos un bache de aire y luego un tope. Y entonces, la alarma:
   -Atención, señores y señoras pasajeros, por favor, guarden la calma -rogó la aeromoza-, ¿se encuentra entre ustedes un escritor?
   Mi reacción fue inmediata y serena. Alcé la mano, mientras me incorporaba.
    -Yo soy escritor -dije a la azafata, que ya colgaba el auricular del sistema de sonido y avanzaba por el pasillo directo a mí-. ¿Qué acontece?
    La mujer me miró como sorprendida por esa oportuna artificialidad del lenguaje.
    Noté que, en las filas de atrás, al menos cuatro pasajeros también habían levantado el brazo; entre el resto, cundió una inquietud que los hizo removerse en sus asientos, como intuyendo una posibilidad que les atañía, algo que ellos también podían hacer, pero que por un designio fuera del alcance de su ser-ahí, no lo habían intentado nunca. Algunos, con la revista de a bordo doblada en tubo, se revelaban, aparte de meros turistas rumbo a Nundá, probables lectores, tal vez hasta críticos, pero no lo que el momento pedía.
    -¿Es usted escritor? -y me miró de arriba abajo, como no creyendo en mi facha.
    -Sí -respondí en breve.
    Podía haber hecho ahí mismo la defensa del oficio, ensalzar (con todas las palabras que encubren un punto de vista) lo alto de nuestra profesión y mis ridículas intenciones de alcanzar cierta inmortalidad. Lo alto del deber ser cívico del escritor: hacer historias que sacudan chido. Y contraponer todo ello con mis pretensiones egoístas, mis pobres pretensiones humanas: comer por haber escrito quizá arte. Pero al parecer el caso ameritaba seriedad y urgencia y arte por el arte, por lo que actué haciendo un montón de elipsis y no me detuve a apreciar el cabello echado hacia atrás y la frente despejada de aquella hermosa azafata, ni aquellas arrugas que apenas se presentían en los ojazos como platos que se reconcentraban en tomar una decisión.
    -¿Y usted? -preguntó la azafata a otro que había alzado la mano.
    -Tengo un blog que actualizo todos los días -respondió el hipster-. Nueve mil caracteres.
    Cuando escuché la respuesta sentí rabia. Ahí, interfiriendo en la única posibilidad de acción que había tenido en meses, se encontraba un tipo de escritor verborreico al que yo siempre había envidiado, porque podía escribir con todas las faltas de ortografía posibles, cometiendo los dislates más intensos, sin ahondar ni cerrar nada, acometido por la bendita ignorancia del oficio: con toda la desfachatez del que simplemente escribe y tiene la certeza de que en sus letras algo se habrá dicho. Y justo por ello, probablemente tenía más lectores que los que yo había podido reunir con un par de cuentos a los que había torcido el cuello del lenguaje a altas horas de la noche con la soga de mis pretensiones.
    La aeromoza trataba de que su nerviosa indecisión no provocara efectos adversos entre los demás.
    Como yo ya me había levantado de mi asiento y mi mujer, por fin, después de tantas ridículas peleas, veía que el hecho de ser escritor podía tener una aplicación práctica a 30, 000 pies de altura, me tiré a fondo:
    -Este es un asunto de profesionales.
    -Colega, yo también soy profesional. Hacer 9000 caracteres diarios requiere de disciplina. Y me paga adsense. Y un par de patrocinadores más. Y apenas estoy comenzando.
    Me volví a mirar a la aeromoza y, con gesto de altivez, declaré:
    -Pues yo escribo desde la adolescencia... Y mi búsqueda, al paso del tiempo, no ha ido por la inmediatez, por el tema de moda que genere morbo y se cobre fácil, pues el valor que genera es inversamente proporcional al daño que representa. No, yo he pensado seriamente en el oficio, por lo que mi preocupación más urgente no es el número de caracteres.
    Aproveché el momento que el hombre se tomó en reflexionar lo que yo había dicho, y di un primer paso pero una voz a mi espalda me detuvo.
    -Yo soy poeta -intervino una mujer con los ojos delineados en un intenso negro-, y también escribo desde la prepa...
    -¿Y es profesional?
    -De la poesía no se puede hacer profesión.
    -Ajá, ¿y entonces usted cree que los poetas que ahora son famosos, lo son porque un día alguien encontró sus poemas en un cajón?
    -A Pessoa lo encontraron.
    Pinche Pessoa, no me acordaba de Pessoa. Pero luego me llegó la iluminación de una respuesta.
    -Lo encontraron porque estaba en el radar -dije-. Había publicado en vida y ya había dado muestra de su músculo. Igual Kafka. Se había metido al radar y Max Brod no dejó que saliera. Toole, incluso, estaba bajo el radar de propia castrante madre. Pero eran obra ya con sustento. Además, si usted no se ha atrevido a publicar, no está hecha para estas emergencias.
    -Pero quizá no sea una emergencia para escritores publicados.
    -¿Te sientes fuerte? -le pregunté, adusto.
    -Sí.
    -¿De qué te gusta escribir?
    -Ahora estoy escribiendo de gatos.
    -¿Gatos?
    -Sí, gatos.
    -Órale, qué interesante -dije, pero no pude evitar que se me torciera un poco la boca en un sonrisa que, entre detectives, podría ser llamada sardónica.
    Compartí una mirada con la aeroseñorita para que ella entendiera toda la ridiculez y cursilería que significaban los gatos y su peluchez, sus ojitos tiernos, en un momento crucial como aquel, en que se necesitaba la absoluta fuerza de palabras fraguadas una sólida filosofía sustentada en la ciencia (al menos así me gustaba pensar sobre mis ideologías).
    -Creo que están pidiendo un profesional.
    Y en el ánimo de los pasajeros, que habían seguido con interés nuestra conversación, se reflejaba que me tenían cierta confianza por la seguridad que yo estaba mostrando. Y eso que ellos no sabían que yo era escritor de género fantástico y luego me la jalaba mucho en mis ficciones. Y lo digo con toda la propiedad: me la jalaba mucho para mostrar otra cosa. Construía ficciones para hablar de lo imposible y arrojar la imaginación del lector por otro lado, por una salida que lo llevara a pensar en todas las otras puertas posibles. En fin, que lo mío, lo mío, lo mío era sacudir las posibilidades de la realidad, donde los significados de las acciones sustituyeran el fabulismo que veía en ciertas otras ficciones y la chorrada fácil de usar las palabras para construir moralidades.
    Por supuesto, estaba equivocado (aunque estuve en lo correcto), además de que mis pretensiones literarias eran más altas que mis realizaciones textuales. En mi mente cada vez tomó más fuerza la idea de la necesidad de una solución literaria al caos de la realidad mexicana imperante y entonces lanzar el libro como una bofetada social, como la antorcha que se pasa la cultura cada vez que requiere darle una patada en los huevos al inconsciente colectivo, por lo que ahora consideraba que el escrito sí requería de una moralidad, de una nueva, más amplia, tolerante y combatiente.
    -Quizá si hiciéramos un slam rápido para ver quién va a la cabina y que el público decidiera -propuso la poeta, comenzando a hacer ruidos extraños con la boca.
    -Por favor -repitió la aeromoza, con voz notoriamente alarmada-, se requiere URGENTEMENTE un escritor en la cabina, gracias.
    -¿En qué orden vamos a hacer el slam? -preguntó una anciana a mi lado.
    -Oiga, pues si lo consideran necesario, yo soy un importante columnista político -dijo un hombre de unos sesenta años-. Y la política es un tema donde uno se juega la vida. Hasta tengo programa de tele.
    -Sí, sí -dije, dándole por su lado y tratando de minimizar lo más rápido posible el hecho de que el tipo hubiera mencionado al rival venenoso, del cual probablemente eran adictos muchos aquellos de probables lectores del avión o la aeromoza-, pero recuerde que hasta el verso más dedicado a... gatos... tiene un contenido político. Sutil, pero ya configura un mensaje.
    El hombre se quitó los lentes y entonces lo reconocí. Era ese imbécil que en las notas que publicaba en periódicos nacionales parecía arrepentido de todos los placeres y se ensañaba contra los que levantaban la voz, contra los que se manifestaban contra las cadenas psicológicas que imponía el capitalismo para mantener el sistema, cada vez más feroz y abismal, de desigualdad. Parecía odiar a todos los que, al menos en parte, habían despertado de la pesadilla de las apariencias económicas.
    -Ah, ¿pero usted cómo se atreve a llamarse escritor? -dije-. Está bien que seamos profesionales, pero de ahí a ser un mercenario chayotero hay mucho trecho.
    -Has de ser un mugroso chairo -me dijo con desprecio.
    -Ya salió tu palabrita.
    -¡Chairo!, ¡chairo!, ¡chairo!
   No iba a entrar en su juego, que me hubiera llevado tiempo explicar: aquello era una emergencia y yo era el único que se había puesto de pie. Así que decidí dar el esquinazo a su provocación.
    -A ver -me dirigí a los colegas-, explíquenle a este señor cuál es la diferencia entre literatura y chayoterismo...
    Aproveché ese momento, para escabullirme decidido hacia la puerta de la cabina. ¿Acaso me iba a quedar a ver qué clase de escritor era mejor? Yo me conocía disposición de servicio inmediato y ciertas potencialidades narrativas, incluso pretensiones egoístas, sí, pero sanas, las naturales, como todos en su propio nicho social. Por cualquier cosa, la cosa era actuar con prontitud. Así que evité la idea de democracia en las artes o premio entre los pasajeros (lo que convertía a esos menesteres en mero espectáculo), tampoco me iba a quedar a demostrarle al chayotero que sus preconcepciones totalizadoras del “deber ser” eran un error. Ya parece que el bombero calificado se va a poner a hacer distinciones de “qué bonito apagas el fuego”, “qué hábil eres al extinguir un incendio con un cerillo”, “tu uso de la orina resulta una fresca concepción del individuo frente a lo salvaje”, mientras el edificio entero arde en llamas. El bombero calificado simplemente se enfoca en asfixiar la conflagración.
    La aeromoza que estaba frente a la puerta, con sus labios pintados, tenía unos ojos que, quizá en otro momento, eran más proclives a la ternura que a la emergencia. Me enamoré de su perfil desesperanzado. Me dejó pasar a la cabina tras comprobar que entre los pasajeros se desataba una revoltura literaria, donde ya hasta se había puesto de pie una adolescente gritando que era “una escritora precoz”.
    -Oye, ¿y tú por qué? -espetó alguien a mi espalda-. Clásico lángaro heteropatriarcal.
    Quizá tenía razón, sin embargo, hubo un silencio rotundo cuando el avión se sacudió de un lado a otro. Fue un breve momento en que el pánico los agarró por sorpresa.
    Aproveché para cerrar la puerta incluso antes de saludar al piloto y copiloto.
    El piloto paseaba una pluma por las páginas de una libretita verde, con aire distraído, pero al mismo tiempo, concentrado. Era como si las nubes, los controles sueltos que se sacudían frente a él, el canario que atravesó su pico justo en ese momento contra la ventanilla (acumulándose junto a otros cinco) hubieran dejado de existir y sólo fuera importante la brizna de polvo que parecía estar contemplando a dos centímetros de su nariz, pero que no estaba allí.
    -¿Es usted el escritor? -dijo el copiloto-. No imaginaba que fueran así.
    -Yo creía que los copilotos eran altos.
   -Hombre, no todos los copilotos son así.
   -Pues tampoco los escritores. Podemos compartir el uso de la lengua para fabricar objetos narrativos, pero nuestros fines pueden ser totalmente diferentes. Una cosa es el espacio narrativo y otra el sujeto que la emite. El sujeto que lo configura puede ser completamente distinto. Tome por ejemplo al tísico Stevenson, que no podría haber sobrevivido a ninguna de las regiones donde se desarrollaban las aventuras que inventó.
    -Está bien, a mí ya me convenció. ¿Usted qué opina, capitán?
    -No sé... ¿Cuántos libros tiene?
    -Mire, con este que va a salir van a ser tres. Es largo de explicar y estamos en emergencia. ¿Cuál es el problema?
    El capitán me miró con timidez de soldado. Un soldado puede ser muy capaz de mandar a chingar a su madre a cualquier pendejo, pero cuando le entra la timidez, se comporta como cualquier quinceañero.
    -El problema son los pájaros en la cabeza que trae el capitán -se adelantó a responder el copiloto-. Si fuera por él, este vidrio ya cargaría un montón de pájaros muertos.
    Por su forma de hablar, de ignorar por completo que allí había chocado, contra el parabrisas del capitán, otro canario, me di cuenta que aquel hombre era un tipo práctico y que no veía lo que el capitán y yo sí.
    -Mire -dijo por fin éste-, estoy escribiendo una carta de despedida. Amo a esta mujer, pero no creo poder vivir con ella. Son estas malditas apariencias. Esta mujer es mi amante: se llama Regina...
    Yo escuchaba y asentía. Interesado en obtener más información.
    -Amo y me corresponde. Pero nos separan las malditas apariencias.
    -El histórico y tradicional “deber ser” se opone a las constantes y libérrimas iridiscencias del amor.
    -¿Qué?
    -Pare ahí. Ya vi con que nos topamos aquí. Una historia de amor trágico. Casi como si fuera el primero de los amores, aunque usted, capitán, ya pinta canas. Yo le echo sus buenos cincuenta y algo de años.
    -Justo por eso de lo trágico es que necesito su asesoría: para poder zafarme de esta relación sin que termine en tragedia. Para que con lo que yo le escriba, me recuerde.
    -Para permanecer en la memoria de ella no como un amante más, sino como el amor perdido de su vida. Lo entiendo. ¿Y qué llevaba escrito?
    Otro canario se estrelló frente a nosotros y el vidrio comenzó a dar muestras de ceder.
   Comenzó a leer de su libreta.
    -Tengo un problema con un soneto que estoy escribiendo. Escuche: “Me desvelo y te adoro / como loco hecho de oro / y el absurdo de esa imagen...” -el capitán hizo una pausa-. ¿Qué le parece? No se me ocurre qué poner después para completar el primer cuarteto.
    -Y el absurdo de esta imagen / me remite a mi cuerpo de mierda construido.
    De golpe les había dado: 1) Un verso libre que rompía con la sonoridad en aras de una atonía desconcertante, 2) Una imagen poderosa que contrastaba con la cursilería y probable estupidez que hubiera sido resuelta con sus propias palabras, 3) Una filosofía sobre la igualdad entre lo soberbio y lo rastrero.
    Pero el piloto y el copiloto me miraron como si fuera un loco.
    -¿Pero qué ocurrencia es esa? ¡Ni siquiera rima!
    -Está bien, está bien, pero creo, capitán, que este drama no debería ser rimado...
    -Soy fanático de Lope de Vega.
    -Sí, sí, no nos metamos a hablar de su obra porque no terminamos -dije-. Yo lo que creo, capitán, es que usted no debería de escribir un soneto para este drama. Esto requiere una carta. Lo vamos a resolver -y fui contando con los dedos- con un poco de cursilería, otro poco de verdades humanas, otro poco de promesas de amor platónico eterno, otro poco con buenos deseos... ¿La vas a borrar de tu Facebook?
    -No sé.
    -O sea, ¿ya es definitivo?
    -No sé.
    -Tienes que decidir, porque va a quedar escrito.
    Y entonces puse la cara ensombrecida de los escritores cuando revelan su truco y dicen, con tétrica voz: “vamos a cazar, con la redecilla de grafías, a la Palabra Alada”.
    Dicté: “Amor mío: tú me has enseñado lo que es el amor de verdad y que éste se debe sustentar en verdad. Por ello mismo, porque fueron nuestros cuerpos el recipiente de las veleidades del deseo, y no nuestra cordura, te hablo con la verdad. Tú sabes, además, pues tu claridad de perspectiva sobre los eventos de la vida te permite verlo, que las máscaras sociales interfieren en la pureza de este amor. El tiempo, incluso, ha dejado caer su peso y sus retoños en mi jardín vital; y esos retoños me muestran que la felicidad tiene límites. Hermosa, me duele esta separación, es definitiva. Espero que algún día me des la gracia de tu perdón y me atesores en tus recuerdos cuando cojas o te masturbes... Tu amante por siempre, el capitán”.
    -No me llamo capitán -dijo el capitán-. Y eso del final no me gusta.
    -Capitán, le aseguro que con eso lo va a recordar por siempre.
    -Es muy vulgar. Además, hay cosas que no entiendo.
    -¿Cómo qué cosas no entiende?
    -"Veleidades", por ejemplo.
    -Hombre, pues que tome un diccionario. No se puede pedir que todo se lo desmenucen. No renuncie al asco necesario de matarse un pedazo de ignorancia como si fuera una cucaracha. El lector también debe contribuir a la magia, a que la palabra alada tenga significación.
   -Es que ella no tiene diccionario. No, si le digo que esto... no sé, creo que en definitiva no me gusta.
    Hubo una sacudida que pareció ser una precipitación de cincuenta metros.
    -Capitán, tome el control, por favor -suplicó el copiloto.
    -Mire, creo que más cursi no puedo ser para endulzarle a su amante el oído.
    -Pues entonces necesitamos otro escritor.
    -¿De veras? ¿No te sirvió ni un poquito?
    El capitán fue y releyó todo mi dictado.
    -No, bueno, en algo me sirvieron -dijo el capitán-. Me enseñaron que soy su burla.
    -No, la enseñanza era que el amor no es sino topar inevitablemente con el otro y tratar de que ese choque sea de llevadero a feliz.
    -Sí, ajá, pero, ¿cómo le digo? No me gustó. Yo tengo gusto distinto.
    Yo no iba a insistir. Si algo he aprendido en el transcurso de la vida es que un gusto es difícil de convencer y que cuando un no viene de parte del gusto, lo mejor es parar. El acero del avión se sacudió, como el temblar de un afiebrado, y otro pájaro clavó su pico en el vidrio del parabrisas.
    Salí de la cabina preguntándome cuál habría sido mi error como escritor. ¿Aspirar a un lector diferente? Mi mujer me preguntó por mi acción con la mirada y yo me encogí de hombros. Comprendió de inmediato mi inutilidad (quizá hasta corroboró sus últimos retratos sobre mí), pero no dijo nada. Supe que incluso allí, en medio de las sacudidas que daba el avión, había una ligera decepción en ella y, en caso de que existiera la otra vida, si el artefacto caía al océano, no dejaría de achacar el accidente a mi responsabilidad.
    La poeta de los ojos intensamente pintados de negro pasó con los pilotos. Durante el tiempo que estuvo dentro, los gritos entre los pasajeros acompañaban las sacudidas y se elevó en aria cuando el eje de las alas se inclinó peligrosamente hacia la izquierda.
    Y de pronto, hubo estabilidad y cielo abierto y despejado frente a nosotros. En la repentina serenidad y alivio que siguieron hasta se encendió un viejo anuncio (que no estaba antes ahí) de “Se permite fumar”. Por la ventanilla, vi una bandada de sucios canarios sangrantes perderse detrás de una nube. La puerta de la cabina se abrió y pude observar el parabrisas intacto. El capitán sonreía. Todo era felicidad.
    -¿Cómo resolviste su pedo? -le pregunté a la poeta, cuando apareció triunfal por el pasillo.
    -Con gatos. Con gatitos lindos y esponjositos -me dijo con orgullosa presunción.
    Y mientras las felicitaciones y ovaciones se alejaban por el pasillo, yo me senté de nuevo junto a mi mujer.
    -¿Te das cuenta que vamos a aterrizar en ese mundo? -me preguntó ella.
    Un breve escalofrío recorrió mi cuerpo. Pero me recuperé. Era lo de siempre.
    -Les pertenece.
    Tomé el folleto de seguridad y lo revisé lentamente, sin aprensión, pensando que hubiera sido preferible que allí estuviera escrito un procedimiento diagramado que nos salvara de la catástrofe cotidiana, por ejemplo un cuento.








Este cuento forma parte del libro Postales de Nundá.




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