jueves, 15 de octubre de 2015

DEL GRITO DE "PUTO" A UNA CONSTITUCIÓN. ESTUPIDEZ E INTELIGENCIA COLECTIVA (V de V)


La guerra de las ideas
Las formas actuales de comunicación han puesto el dedo en la llaga de nuestra incomprensión mutua. Incluso Umberto Eco, autor de Apocalípticos e integrados, un análisis sobre las divergencias que surgen en el seno de las sociedades ante el advenimiento de novedades tecnológicas o ideológicas, se muestra apocalíptico respecto al hecho de que cualquiera pueda expresarse en la red y su voz salga de los rincones de su nicho geográfico y pueda traspasar incluso fronteras (como si existieran entes humanos que no deben ser escuchados, capaces de percibir el mundo, de sentirlo, de padecerlo, armados de sus propios yo y aislados en su yo sentimientos, pero sin el grado de éxito y educación del gran Umberto Eco): “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”. Palabras más, palabras menos, el escritor español Javier Marías también ha expresado el mismo pensamiento: “En la historia ha habido siempre mucha imbecilidad, pero nunca ha estado organizada ni había tenido la capacidad de contagio masivo, inmediato y acrítico que tiene ahora”. Este par de señalamientos no son, en lo absoluto, derivados de una mirada superficial (ambos coinciden en que las redes sociales son ventajosas), pero sin duda son enunciaciones que pretenden establecer y hacer visible la frontera, que nunca se ha diluido, entre lo estúpido y la inteligencia.
¿Qué es lo estúpido y qué es lo inteligente? ¿Cuáles son sus características y las herramientas de que se valen? Convengamos, muy somera y generalmente, que lo estúpido tiende a ser espontáneo e irreflexivo, que tiende a basar sus convicciones en tradiciones y costumbres que no han sido tamizadas, que es cerrado y se opone al debate (y en caso de que se abra al debate, carece de rigor y es afecto a cualquiera o a todas las falacias lógicas y que por ello su existencia no vale la pena). (¿De veras no vale la pena lo que hemos perdido?); por su parte, lo inteligente es reflexivo, sus convicciones se basan en lo que puede ser probado con certeza, tamiza lo que está bien y mal de las tradiciones y costumbres, está abierto al debate y evita las falacias lógicas. Lo estúpido prospera ante el silencio manso, indiferente, egoísta; lo inteligente se construye con las voces, con el diálogo, con la escucha, con la calibrada experimentación sin prejuicios.
Si el mexicano, que es capaz de organizarse en un estadio para expeler sus resentimientos, en verdad quiere un cambio en el ámbito político (como lo constatan sus marchas, sus gritos en el al parecer “vacío de las redes sociales”, sus encumbramientos de candidatos independientes) no puede esperar a que éste se produzca desde las cúpulas que apenas si se interesan por ellos. No puede esperar que le ayuden a alimentarse los que se atragantan en el banquete a puertas cerradas, que le hagan espacio para sentarse los que ya están cómodamente apoltronados en los sillones privados de su banca, petróleo y recursos naturales. De los privilegiados (es decir, de los herederos empresarios depredadores, herederos políticos sistémicos, herederos inoperantes) no vendrán los privilegios de una buena vida, pues estos, si se comparten con todos, dejarían por definición de serlo. Pero no es la compartición de privilegios lo que se busca, más bien la eliminación de estos. En términos aztecas: No destruir la pirámide para crear una catedral, sino para poner un piso parejo que nos salve a todos de la inundación.
Es, pues, labor de los mexicanos comenzarse a escuchar, a organizar, a mirar, a dialogar en todos sus espacios y desde todas sus históricas diferencias. La guerra de las ideas será la primera batalla que deberá librarse y no es una sencilla ni una que se resuelva en quince minutos, pero al menos no tiene muertos. El enfrentamiento entre los estúpido y lo inteligente es inevitable y es largo, pues implica adquisición de conocimiento, razonamiento, tolerancia, y hoy mismo está naciendo una persona que no sabe absolutamente nada.
No obstante, esta guerra, en la actualidad, deberá librarse con medios tecnológicos que no son Facebook o Twitter ni la tecnología de las armas, sino en espacios creados ex profeso para que esa batalla sea fértil. Ciberespacios democráticos generados por los propios mexicanos para que la decisión pueda ser tomada desde Quintana Roo hasta Baja Californa, en una red que permita establecer puentes de diálogo entre los casi 2, 500 municipios que conforman nuestra geografía.
A algunos podría parecerles que 2, 500 municipios, que 110, 000, 000 de personas, son cantidades estratosféricas de visiones y participaciones y voces e ideas imposibles de sortear como para alcanzar acuerdos, que por eso estamos mejor así, con nuestros “representantes”, con nuestro “gobierno mediático”, cediendo con nuestro voto, a ciegas, confiadamente, nuestros futuros. Sin embargo, si reflexionamos un poco, podemos darnos cuenta que las ideas que como humanos usamos para vivir en esta vida, para ser felices, productivos, útiles, para florecer en todas nuestras capacidades, son en realidad pocas y estrictas. Las ideas importantes, justas, productivas e improductivas, por lo mucho ascienden a unos cientos (y creo que me estoy viendo muy, muy exagerado). Lo demás son y han sido métodos de aplicación de dichas ideas.
    Y en esas aplicaciones se encuentran en las definiciones mismas del Estado, es decir, en sus constituciones. Esas constituciones que son suma de saberes o imposiciones desde el poder que guían, según el sentido más lato, el funcionamiento del gobierno y de la sociedad. Además, una constitución es un ente en movimiento: en teoría, los legisladores (los representantes populares) adaptan las leyes a los tiempos, siempre en pro de quienes los llevaron allí. Desde 1917, la mexicana ha ingresado lentamente más “garantías individuales” y derechos humanos, bienes de la nación (como la industria petrolera), pero también ha sido escenario para desmantelar al país, para descobijarlo.
    Por ello mismo, no es extraño que surjan movimientos que pretenden llevar a cabo una reforma a fondo de la ley suprema. Tan a fondo, que la reforma es hacer una Constitución nueva. El reto no es sencillo, pero sí parece necesario. En medio de las aguas agitadas de la actualidad, donde abundan las piedras filosas y parecemos dirigirnos al naufragio, es necesario dar un golpe de timón radical.
    ¿Pero cómo? ¿Será que se requiere de Cuauhtémoc Cárdenas, quien ha comenzado a pensar en un Constituyente, o de un grupo de expertos, como lo proponen otros movimientos, rearmando el método molar, autoritario, de arriba hacia abajo, de los iluminados a los que necesitaban luz? ¿O comenzamos a pensar en un proyecto de redacción que incluya la voz del ciudadano común?
    Los medios existen. Los métodos de trabajo colaborativo y horizontal, democrático, desde la persona común se pueden desarrollar. La redacción en comunidad de una Constitución puede ser una realidad en nuestro país y en nuestras actuales condiciones. Una Constitución que hable desde nosotros, hecha por el pueblo y no por sus “representantes” (quienes hábilmente montan y desmontan las estructuras institucionales en beneficios que van a dar directamente con ellos mismos).
    Aquí lo único que me desvela es la posibilidad de una involución. De si lo que escribamos sea racional, justo o una barbajanada de estadio. De si nuestro pueblo es inteligente o estúpido. Yo apuesto por lo primero porque creo en la estadística que dice que, en términos medios, la gente no está loca ni es tonta (aunque puede ser atontada por los adoctrinamientos sutiles de los mass media o de sus propias costumbres no cuestionadas). 





Fe de erratas: por error subí una versión inacabada de este texto y me di cuenta después. Ésta es la versión final. Mil sinceras disculpas. 

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